Atenas, Jerusalén y los dos mitos fundacionales de nuestra cultura. ¿Está en nuestra naturaleza filosofar?
Pero incluso aunque esto fuera así, y la ignorancia nos hiciera más felices, ¿preferiríais realmente la felicidad al conocimiento? Para responder a esta última pregunta hagamos el siguiente experimento mental. Imaginaos que soy el distribuidor de un nuevo medicamento (aún por legalizar, por lo que habría que llamarlo más bien “droga”) realmente alucinante; de momento le pondremos de nombre comercial "felicitina". Esta milagrosa sustancia se introduce en el cerebro de quien la toma, descubre allí lo que realmente le hace feliz, y produce a continuación una alucinación en la que sucede todo lo que desea. Esta alucinación es perfecta, indistinguible de la vida real, como uno de esos sueños maravillosos de los que nos cuesta trabajo salir. La píldora no produce efectos secundarios nocivos y es gratuita. Vuestro cuerpo permanecería sano y cuidado en una cámara de congelación. Y para vuestros familiares y amigos crearíamos un clon idéntico a vosotros para que no os echaran de menos. Podéis probar con una primera dosis, cuyos efectos duran 24 horas. La segunda dosis tiene efectos para toda la vida. Y lo mejor de todo es que una vez que toméis la segunda dosis no vais a acordaros jamás de que habéis tomado la píldora y de que vuestra vida de ensueño no es más que una alucinación. Suponed que estáis completamente seguros de que la pastilla funciona y de que es verdad todo lo que os he dicho. ¿La tomaríais o no? ¿Por qué?
Desde luego, alguien podría aducir que el
conocimiento es valioso independientemente de la felicidad que genere, pero que
lo que fastidia todo es el conocimiento filosófico, que es el que no sirve más que
para generar inquietud y amargarnos la vida con problemas irresolubles (algunos
han concebido a la filosofía como una especie de patología o deseo soberbio de saber
más allá de lo que nos corresponde o conviene). Ahora bien, ya vimos que todo conocimiento
o tema está imbricado con las grandes cuestiones filosóficas (la realidad, el
ser humano, la verdad, el bien...), y que, en el fondo, nadie puede dejar de
preguntarse por esas cuestiones: por la naturaleza de la realidad, por su
propio ser e identidad, por lo que es de verdad verdadero, por lo bueno y lo
malo, lo injusto y lo injusto, etc. Dicho de otro modo: nadie puede vivir sin
una “orientación filosófica”. Es cierto que mucha gente, la mayoría quizás, se
conforman con la filosofía implícita en las creencias comunes o los dogmas al
uso. Esto no significa otra cosa más que su vida, desde un punto de vista filosófico,
está al nivel de la de un niño (que cree a pies juntillas lo que le dicen sus
padres) o, como decía Heráclito, que vive dormido o sonámbulo, sin saber
realmente ni lo que es ni lo que hace. Aunque no todo el mundo coincide, desde luego,
en esto. Como decimos, a algunos la filosofía les parece más una extravagancia o exquisitez
cultural que una necesidad humana. Pensemos ahora en qué razones hay para considerarla una
necesidad universal. ¿Será cierto, como suele decirse, que todos llevamos un
filósofo dentro? ¿Es bueno o malo querer saber tanto? Fijaos que esta cuestión
en torno a la conveniencia o no de filosofar es, en sí misma, una cuestión
filosófica (¡Por lo que resulta que hasta para renunciar a la filosofía hay que hacer filosofía!).
Pues bien, nuestra civilización ha
afrontado esta tremenda cuestión de dos maneras aparentemente inversas, a
través de dos sistemas de creencias que están, por así decir, en la raíz de
nuestra cultura: el pensamiento griego de un lado, y la religión judeocristiana
del otro; Atenas y Jerusalén, por emplear la terminología de algún filósofo. Para que nos hagamos una idea de todo lo que implican estos dos sistemas de
creencias, podemos comparar dos mitos o cuentos fundamentales en cada uno de ellos:
el mito o alegoría de la caverna (contado por el filósofo Platón en su libro La
República) y el relato bíblico del Génesis (descrito en el Antiguo Testamento).
Estas dos narraciones son tan ricas en significado como aparentemente opuestas en su
consideración acerca del valor de la filosofía. Según una de ellas, la búsqueda del
conocimiento es concebida como la actividad más digna del hombre, y el conocimiento
como la máxima expresión de vitalidad y realización humana. Para la otra, dicha
búsqueda refleja una actitud soberbia y maldita (es nada menos que el pecado
original), la misma que nos hace perder el vínculo confiado e inocente con el mundo (y
con Dios), que niega nuestros instintos vitales, y que nos condena a
un estado de insatisfacción crónico. Analicemos un poco estas dos fábulas.
El mito platónico de la caverna cuenta que los seres humanos somos como prisioneros en una oscura gruta. En ella estamos atados de tal modo que sólo podemos mirar hacia la pared del fondo, en la que aparecen imágenes con voz y movimiento (tal como si estuviéramos en una extraña sala de cine). Estas imágenes (que equivalen al mundo dado a los sentidos) es lo que, de forma natural, consideramos como el mundo real. Ahora bien, continúa Platón, ¿qué pasaría si alguno de estos cavernícolas fuera forzado a girar la cabeza y contemplar lo que hay tras de sí? Descubriría asombrado que lo que creía real no era sino el reflejo del mundo original que, iluminado por la luz, genera las sombras que se ven proyectadas en la pared de la cueva. Estimulado por este descubrimiento, emprendería entonces un camino ascendente (que Platón detalla a la manera de un largo programa de estudios) desde la caverna (la sombra o apariencia de las cosas) al mundo exterior, donde se encuentran las verdaderas cosas reales (las famosas Ideas de Platón). Este cavernícola liberado por el conocimiento es, al fin, el hombre que puede aspirar a una vida auténtica y digna (que incluye, por cierto, el deber de volver a la caverna a liberar –es decir, educar— al resto de los prisioneros). Este hombre, sobra decirlo, es el filósofo.
Vayamos ahora al otro mito fundacional que
mencionábamos antes, y que es parte de los relatos bíblicos sobre el génesis.
Al principio, se dice en este otro cuento, no había una oscura y engañosa
caverna, sino que los seres humanos habitábamos un paraíso: un lugar y tiempo
de supuesta bienaventuranza. El jardín del Edén representaba una realidad
perfecta , en la que, hemos de suponer, todo era lógico, justo y bello. Aunque,
eso sí, de una lógica y justicia divina, cuyas leyes, por eso, eran
incomprensibles para la razón humana (cosa que de todos modos carecía de
importancia para sus habitantes, que bien eran unos
inconscientes o bien no necesitaban comprender tales leyes como condición para
obedecerlas). Bajo esta inconsciencia e inocencia primordial los seres humanos
vivíamos en paz y armonía con la naturaleza (éramos como animales) y con Dios
(tal como vive un niño en su mundo infantil, bajo el cuidado de su
“omnipotente” Padre). Como chicos de “buena familia” en este paraíso teníamos
de todo, y no sufríamos ni moríamos, o más bien (hay que suponer) no éramos
demasiado conscientes del sufrimiento ni de la muerte (como parece ocurrirles a
los animales y los niños pequeños, que olvidan pronto sus percances, y que no
son apenas conscientes de lo que significa morir). Por lo demás, estos primeros
hombres (Adán y Eva, para más señas) podían actuar libremente (al menos, en un
sentido infantil de “libertad”: hacían lo que querían), y sólo tenían prohibida
una cosa: comer el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Es
decir: ¡Tenían prohibido saber! Todo el mundo sabe cómo acabó esta historia.
Tentados por una diabólica serpiente, Adán y Eva comieron del fruto prohibido y
fueron castigados con la expulsión del paraíso y con una vida llena de trabajo
y sufrimiento (aunque no sin ninguna esperanza, les quedaba la religión: podían
arrepentirse de su error fatal y confiar en que el divino Padre atendiera sus
súplicas y volviera algún día a readmitirlos en su reino).
Como puede verse, esta última historia es casi perfectamente antagónica con la anterior. En la primera, el mundo verdadero, la bondad y la justicia son una consecuencia del saber, que es la actividad que nos permite abandonar el oscuro mundo de la caverna. En esta segunda, el mundo verdadero y justo es el paraíso que perdemos al saber, y el mundo falso y angosto de la caverna es este mundo terrenal al que nos condena el (filosófico) pecado de aspirar a la sabiduría. El ansia de conocimientos es, para Platón, la vía para la salvación, es decir, para el pleno desarrollo del alma humana. Para la religiosidad hebrea este amor por el conocimiento parece representar justo lo contrario: la vía para la perdición (el alejamiento de Dios), y la salvación supone, por tanto, renunciar a él y entregarse a la fe ciega y a la esperanza del retorno al Padre. La realización humana, por lo visto, sigue caminos totalmente opuestos según hagamos caso al mito con que Platón ilustra el significado de la filosofía, o al relato en que se funda la religión judeocristiana. Por cierto, la concepción "anti-intelectualista" del relato bíblico no es algo ajeno a muchas de las creencias y concepciones de nuestro tiempo. ¿Sabrías decir alguna?
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